Maximiliano enamorado

Lo escribí para una clase que no tuve, pero me quedé con ganas de compartirlo, porque me divertí mucho al escribirlo. Sé que entre los  posibles lectores del cuento hay un par de personas que comparten nombre con el personaje o están relacionados (as) con alguien llamado así, pero la elección de éste es mera coincidencia, por lo que espero que nadie se sienta aludido o insultado.

Maximiliano enamorado

Los ojos brillantes de las criaturas nocturnas estaban atentos al fuego. De entre las sombras, una gigantesca silueta comenzaba a dibujarse y a avanzar. Los teporochos se distrajeron del trompo de pastor, que empezaba a cocinarse, para ver a Maximiliano balancearse hacia la taquería.

El banco del puesto clamaba piedad, era un suplicio cargar a esa masa que iba a crecer en cuanto le trajeran su orden. Un temeroso indigente se aventuró a acercarse al recién llegado para pedirle un taco. Maximiliano volteó, barrió con la vista a su inesperado comensal y le gritó al taquero más bigotón:

-¡Sírvele unos de lengua a esos condenados! Yo invito.

Mientras los teporochos degustaban cada bocado de su plato semanal, el mejor cliente y el más gordo del lugar se había metido al cuerpo tres gringas, cuatro tacos de pastor, cinco de suadero, dos de bisteck y uno de nenepil.

-Ya deja de ver cómo traga, que gracias a él vas a tragar tú, desgraciado- le dijeron al novato de los meseros.

Calvo, miope y treintañero, Maximiliano era un firme creyente de que no hay amor más sincero que el amor por la comida, y él era el más enamorado del mundo.

-No tragues tanto. ¿Qué no ves que es pecado?- Le dijo su tía en alguna cena familiar.

-Pero tú misma bendijiste estos sagrados alimentos antes de empezar.

-¡Te va a hacer daño!

-¿Eres el diablo, o qué?

Max leyó alguna vez en internet un fragmento de un poema de Bukowski que decía más o menos así: encuentra lo que amas y deja que te mate. Así, el colesterol saturó e hizo explotar su corazón. Como murió con la tripa llena, los que prepararon el pesado cuerpo tuvieron mucha caca que limpiar.

Al abrir nuevamente los ojos, el adiposo treintañero se encontraba formado y desconcertado en una fila larguísima. Suponía lo que le había sucedido, pero estaba tranquilo, pues consideraba que había tenido una vida muy buena y sin preocupaciones. Para su sorpresa, comenzó a sentir hambre. Tras más de diez horas de fila, el dolor de rodillas lo estaba matando, bueno, sólo martirizando, y el rugido del estómago lograba atravesar la espesa capa de grasa que recubría al paciente occiso.

La hilera avanzó. Feliz, recibió el plato que le entregó un ser luminoso y caminó hacia donde le fue indicado. Mientras se aproximaba al lugar, exquisitos aromas lo invitaban a apresurarse y descubrir todos los platones y cazuelas que lo esperaban. Parrillas, fuentes, tazones, copas y torres de manjares infinitos estaban a su disposición.

Maravillado, se acercó a la barra y comenzó a babear. Todo se veía tan brillante, bien condimentado y en su punto. Carne jugosa, frutas dulces, postres descomunales y otras tantas delicias llenaban el panorama de alegría y suculencias que habrían convencido a cualquiera de romper la dieta.

Miles de personas eran cómplices de cubierto y estaban tan sonrientes como Max.

Una brillante paloma blanca bajó lentamente y se posó sobre su plato. El parrillero, desde lejos, le gritó que también podrían cocinarla con la salsa que más le gustara o bañarla de chocolate. Pollo al chocolate. Eso sí que era nuevo.

Era espectacular verlo comer. Nunca le había dado tanto gusto llenarse el buche, ni había probado platos más ricos, a pesar de que en vida elogiara tanto el sazón de su mamá. Pasaban las horas y los platos, pero la saciedad no llegaba. Esto era hermoso para él. Siempre detestó tener que detenerse por el malestar estomacal.

La comida, no obstante, sí era digerida y se convirtió en algo más que energía para continuar con el banquete. A medio pastelito, Maximiliano sintió que, nuevamente, tenía la tripa llena, y no quería pasar por lo mismo que en su funeral, así que dejó el bocado en la mesa, corrió hacia la puerta con el grabado del sol y esperó angustiosamente a que la fila avanzara. Los retortijones intestinales eran cada vez más fuertes, tenía la frente empapada de sudor y un color amarillo nublaba sus ojos. Los que salían del baño lloraban y gritaban desesperados. La confusión aumentaba la prisa por sentarse en la taza.

Llegado el momento de cruzar la puerta, el glotón se desabrochó los pantalones, y posó sus grasosas nalgas sobre un resplandeciente excusado libre de manchas y olores fétidos, a pesar de que tantas almas se hubieran sentado ahí mismo. Era hora de sentirse tranquilo y de relajarse para que la gravedad hiciera su trabajo.

Tras varios minutos de pujar, y a pesar de haber comido mucha fibra, nada salió. Angustiado y curioso, palpó su trasero para ver qué sucedía. Al pasar su mano entre nalga y nalga, sintió algo muy extraño: tenía suturado el ano. Sus gritos llegaron hasta el último que estaba en la fila esperando sentarse en el mismo lugar.

El pobre Max creyó que llegaba al paraíso para comer por siempre, pero había llegado al infierno a padecer estreñimiento perpetuo.

2 Responses to Maximiliano enamorado

  1. Luan Guerri dice:

    ¡Lo amé! Al principio me dio mucha hambre, se me antojan unos tacos al pastor, pero al leer «grasosas nalgas» mi mente cortó el hambre de un tajón.

    Me gusta mucho como escribes, Cen.

    Saludos.

    Perdón por tardarme tanto en comentar, lo leía desde el cel.

  2. Alfred dice:

    NOOOOOOOOOOOOO PINCHES MAMEEEEEEEEEEEEEEEES

    ¡¡¡JAJAJAJAJAJAJAJAJAJAJAJAJAJAJAJAJAJAJAJAJA!!!

    Todo el cuento me la pasé soñando con la comida, la delicia de tacos, la rica grasita entrando por mis venas. Se muere el glotón y encuentra «el paraíso» de los tragones.

    Final inesperado, termina con el orto cerrado.

    ¡Qué terrible tragedia!

    XDDD

    Muy buen cuento, felicidades.

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